Presentación del libro titulado: “1973 Causas de una decisión” escrito por Marcos López Ardiles de Roberto Arancibia Clavel
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24/04/2024El Cincuentenario del golpe de Estado era una oportunidad para favorecer el reencuentro nacional y reafirmar el compromiso con la cultura de los derechos humanos y el régimen de libertades. Era un momento propicio para alentar la reflexión y el diálogo sobre aquello que debemos proteger entre todos, lo que suponía un empeño por dejar atrás las antiguas divisiones y los antiguos enconos. Lamentablemente, el gobierno del presidente Boric no lo entendió de ese modo. Después del plebiscito del 4 de septiembre de 2022, el mandatario y sus colaboradores creyeron que el Cincuentenario les abría una oportunidad de rearme político por la vía de establecer una suerte de verdad oficial sobre lo ocurrido en 1973, y generar así una situación que pusiera en aprietos a los opositores.
El resultado fue precisamente el opuesto. Se crearon condiciones para un examen más profundo de las circunstancias vividas por Chile en el período 1970-73, lo cual se expresó en múltiples seminarios, debates y publicaciones. Particular trascendencia tuvo la aparición del libro “La experiencia política de la Unidad Popular”, del presidente Patricio Aylwin Azócar, que registró pormenorizadamente los conflictos planteados en los años del presidente Allende, y los dilemas que enfrentó entonces como líder de la DC.
El libro que hoy presentamos, “1973/Causas de una decisión”, del general Marcos López Ardiles, se inscribe en la dinámica de revisión del pasado que es propia de una sociedad abierta, en la que no hay espacio para las verdades incontrovertibles. Vivimos en democracia y ello implica, entre muchas cosas, que ningún gobernante y ninguna institución pueden indicarnos lo que debemos recordar y lo que debemos olvidar.
La mirada del autor está puesta en las causas de la decisión de las FF.AA. de tomar el poder del modo que lo hicieron. El estudio de las causas es, por cierto, una perspectiva esencial en el ámbito de los estudios históricos, porque intenta precisar la génesis de los hechos que definieron una época, los factores que gravitaron para que las cosas resultaran de un modo determinado, y no de otro. Como es lógico, es indisociable de la investigación del encadenamiento de las causas y las consecuencias. En este caso, se trata de precisar cómo fue que Chile, que había tenido estabilidad institucional por 40 años, llegó al quiebre del 11 de septiembre del 73.
En aquellos días, el autor cursaba el tercer año de la Escuela Militar, y relata que, al anochecer del 10 de septiembre, unos 600 jóvenes cadetes se formaron en tenida de combate en el patio Alpatacal y escucharon al director de la Escuela, el coronel Nilo Floody, quien les relató un episodio de la guerra civil española, en 1936. Era una advertencia indirecta a los cadetes respecto de lo que vendría en las horas siguientes.
Aclaro, por si hace falta, que formé parte del bando derrotado en 1973, y puedo imaginar que, para quienes formaron parte del bando vencedor, debe ser muy difícil hacerse una idea de lo que representó aquella derrota en términos humanos para miles de compatriotas. Repito: en términos humanos, porque, en definitiva, y por encima de las trincheras y las ideologías, son los seres humanos los que deben importar siempre, las personas de carne y hueso, las que, por desgracia, en ciertas encrucijadas de la historia se desvanecen en la noción de enemigo.
El miedo y el odio trastornaron profundamente a la sociedad. Mucha gente optó por cerrar los ojos frente a lo que vino. Hubo quienes, como los líderes de la antigua derecha y de las agrupaciones empresariales, que actuaron con pragmatismo extremo: había que dejar que los militares limpiaran la casa.
No existe la posibilidad de clausurar el debate sobre la manera de contar la historia, su interpretación, sus efectos, el papel de los líderes. ¿Significa, entonces, que el pasado, o más específicamente la memoria del pasado, es un campo de batalla? Es válido decirlo así, porque se trata de una confrontación sobre las razones y sinrazones de las luchas por el poder, la riqueza, el las creencias dominantes, etc. Como sabemos, la historia es también el terreno de los mitos resistentes y de los intentos de justificar la parte más oscura de la aventura humana: la deshumanización.
Al explicar sus motivaciones, López Ardiles sostiene: “Nadie debería ufanarse del violento quiebre de la democracia. Fue, sin duda, un episodio trágico y las actuales generaciones deben esforzarse para que nunca más lleguemos a ese extremo. Pero, para eso, es indispensable conocer la historia completa. El único verdadero beneficio que podríamos conseguir tras la conmemoración de estos cincuenta años, es el de la voluntad colectiva de no volver a construir un escenario semejante”.
He ahí el reto: conocer la historia completa. Ello exige estar dispuestos a encarar las verdades incómodas y no aceptar los relatos confortables, en los cuales el bien está siempre de nuestro lado, y el mal siempre al frente. El maniqueísmo valida la visión en blanco y negro, pero no sirve para comprender. Pero, el filósofo holandés Baruch Spinoza indicaba que lo que cuenta es, precisamente, “comprender”.
El libro describe la crisis global de la sociedad chilena en los años de Allende. Registra el progresivo deterioro de la legalidad; el surgimiento de grupos armados; la influencia del castrismo; la situación que se creó en las FF.AA. cuando sus mandos se integraron al gobierno; las agudas diferencias entre el Congreso y el Poder Judicial, por un lado, y el gobierno por el otro; y un asunto poco conocido: la situación geopolítica que enfrentó el país en la frontera con Perú y Bolivia.
¿Cuál fue la naturaleza específica de la crisis del periodo 1970-73? En el núcleo de ella, estuvo el experimento político impulsado por las fuerzas de izquierda cuyo objetivo declarado era llevar a Chile hacia lo que se llamaba el socialismo. Para ello, el gobierno del presidente Allende buscó convertir al Estado en la fuerza dominante de la economía, lo cual apuntaba a quitar su base de sustentación material a las clases dominantes, y crear así las condiciones para desplazarlas del poder. Era la matriz de la lucha de clases, según el paradigma marxista. Los cambios se producirían por vía legal, si era posible, o por otras vías, si era necesario. No hay misterio al respecto: allí están los documentos partidarios y los discursos de los dirigentes de la izquierda. Aunque en el bloque gobernante podían reconocerse una corriente gradualista y otra partidaria de “avanzar sin transar”, ambas estaban cautivas del mismo espejismo.
La Unidad Popular encarnó una forma de religiosidad que tuvo alcance mundial: la creencia en la sociedad igualitaria que supuestamente se construía en la Unión Soviética, Cuba y los demás países gobernados por los comunistas. Con tal perspectiva, la UP buscó poner las principales industrias, la banca, la agricultura, el comercio y los servicios bajo el control del Estado. Era la remodelación integral de la economía para luego remodelar las instituciones. Llegaría el momento en que quedaría atrás lo que los revolucionarios llamaban “la democracia burguesa”.
La crisis vino muy rápido. A mediados de 1972, ya eran visibles el dislocamiento de la economía, la inflación desatada, el desabastecimiento de artículos básicos, el mercado negro, el desorden, la violencia en las calles, los agudos antagonismos del gobierno con el Congreso y el Poder Judicial, en fin, la siembra de vientos. El Paro de Octubre del 72 fue el punto de inflexión. En noviembre, ya superado por los acontecimientos, Allende dispuso el ingreso al gobierno de los comandantes en jefe de las FF.AA. Parecía una demostración de fuerza, pero era debilidad.
López Ardiles pone el dedo en la llaga: “En esos tres años, los altos mandos de las Fuerzas Armadas hicieron todos los esfuerzos por colaborar con el gobierno, no porque fueran proclives a sus políticas, sino porque pesaba sobre ellos el mandato del apego a la Constitución y de la subordinación al poder ejecutivo. Hasta el final de su administración, colaboraron al presidente Allende como ministros, intendentes, interventores en huelgas y otros cargos de gobierno. El último esfuerzo en el que generales y almirantes demostraron su leal contribución al presidente fue a través de aquel memorándum con sugerencias sensatas y realizables que fue entregado en La Moneda a principios del mes de julio de 1973”.
El autor pregunta: “¿En qué fecha los altos mandos claudicaron de su empeño de colaboración? ¿Cuándo decidieron destituir al presidente?”
No es posible precisarlo, sostiene, aunque puede deducirse que lo hicieron luego de constatar estos hechos:
“1. El Tanquetazo del 29 de junio de 1973. 2. La total indiferencia del presidente al memorándum de los generales y almirantes que le fuera entregado el 5 de julio. 3. El intento de infiltración subversiva entre el personal de la Armada, declarado públicamente por esa institución el 7 de agosto”.
Y continúa el autor: “Eran hechos que, por una parte, hacían avizorar la concreta posibilidad de una guerra civil y, por otra parte, quedaba en evidencia la falta de voluntad del presidente por evitarla a través de la corrección del rumbo de su gobierno y el desmantelamiento de los grupos armados.
Hay que tener en cuenta que en las instituciones armadas era tanta la presión de sus integrantes, que no era posible -estimarían los altos mandos-, esperar que surgieran otros comandantes Souper, los que en su intento podrían arrastrar a la sublevación de otras unidades; es decir, una circunstancia como esa sería el preludio de una guerra civil”.
¿Estuvo Chile cerca de la guerra civil, entonces? El partido que no tuvo dudas al respecto fue el PC. Después del levantamiento del regimiento de blindados N.2, el 29 de junio, levantó el lema “No a la guerra civil”, que tenía un inocultable sello defensivo. Al revés de lo que pasaba en el PS y en el MIR, los dirigentes comunistas no se hacían ilusiones respecto de la eventualidad de un choque armado.
López Ardiles anota al respecto: “Los grupos armados que existían eran importantes y estaban adiestrados por combatientes extranjeros, especialmente cubanos. A través de amenazantes discursos, algunos dirigentes hacían alarde de ello. Y aunque era cierto que habían logrado una significativa capacidad de combate, podían ser derrotados por unas Fuerzas Armadas que estaban entrenadas para enfrentar la hipótesis de guerras vecinales. Sin embargo, si esas fuerzas paramilitares continuaban creciendo, la tarea de doblegarlas no habría sido fácil”.
En julio de 1973, la presión combinada de los dirigentes del PS y del MIR sobre Allende para que no pactara con la DC una salida política a la crisis, determinó que el mandatario perdiera de vista que lo verdaderamente importante no era el futuro de la revolución, sino salvar la democracia. Penosamente, no tuvo ni convicción ni fuerzas para adoptar las decisiones que podrían haber evitado el derrumbe institucional.
En todo aquello que la izquierda prefiere no discutir están las claves de su derrota, específicamente el principio de buscar la victoria definitiva sobre los adversarios. La revolución era, hay que decirlo, la negación del desarrollo democrático, el fin de la alternancia en el poder, pues partía de un principio que tenía características de artículo de fe: llegaría el momento en que los revolucionarios tomarían todo el poder y no lo soltarían más.
La UP no estuvo interesada en hacer “un buen gobierno”, que consiguiera mejoramientos parciales aquí o allá. Su propósito era abatir el capitalismo, para abrirle paso a otra cosa que, en los hechos, era el ultracapitalismo, porque buscaba concentrar los medios de producción en las manos de un único propietario, el Estado.
Eso, como lo demuestra la experiencia mundial, solo podía sostenerse en un poder autoritario.
El presidente Allende merece respeto por su entereza en las dramáticas horas del bombardeo a La Moneda, y por su gesto final de salir al encuentro de la muerte. Pero su gobierno no se salva en términos históricos, ni siquiera en consideración a lo que vino después. Es al revés. Porque fue terrible lo que vino, no se pueden ignorar los errores catastróficos. Y en esto, la responsabilidad del presidente Allende es abrumadora.
¿Cuál puede decirse que fue su error más grave? Haber permitido la intromisión cubana en los asuntos de Chile, en cuya génesis estuvieron las equívocas relaciones que él estableció con Fidel Castro varios años antes. La desembozada injerencia cubana quedó en evidencia cuando Castro visitó Chile en 1971 y se quedó 24 días contra la voluntad de Allende, lo que implicó que lo humillara ante todos los chilenos. Seguro de que Allende no podía ponerle límites, Castro recorrió el territorio nacional agitando la idea de que era ilusoria una vía legal y pacífica a la revolución. En el fondo, si él aceptaba tal posibilidad, invalidaba su propia experiencia. Castro buscó probar que Allende estaba equivocado y que el enfrentamiento, como decía el MIR, era inevitable. No hay duda de que contribuyó decisivamente a nuestra tragedia.
Chile pagó un costo estremecedor en el terreno de los DD.HH. a partir del 11 de septiembre del 73. Ello está documentado en el informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, conocido como Informe Rettig, de 1991, y en el Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, conocido como Informe Valech, de 2004. Superando no pocas dificultades, el esfuerzo nacional en favor de la verdad, la justicia y la reparación contribuyó a sanar muchas heridas. Fue valioso, por supuesto, que las FF.AA. contribuyeran a ese esfuerzo. El vigoroso Nunca Más, pronunciado por el general Cheyre en 2003, fue y es valorado por la inmensa mayoría de los chilenos.
Para que Chile transitara a la democracia sin nuevos desgarramientos, fue clave el plebiscito de 1988, que implicó que las fuerzas antidictatoriales reconocieran la Constitución de 1980, cuyo origen habían cuestionado. Las FF.AA. reconocieron el triunfo del NO en el plebiscito, lo que permitió que el texto del 80 experimentara las primeras reformas en julio del 89, y se crearan así las condiciones para realizar, con libertades plenas, las elecciones presidencial y parlamentaria, en diciembre del 89. En los años siguientes, el texto fue reformado muchas veces, y se convirtió en el sólido soporte de la paz, la estabilidad y el progreso nacional.
Hemos comprobado, sin embargo, que la vida en libertad nunca está asegurada. En octubre del 2019, una revuelta antisocial y antidemocrática, en la que confluyó una oscura coalición político/delictual, provocó un cuadro de violencia, destrucción y pillaje que hizo tambalear el Estado de Derecho, Entonces, hubo quienes mostraron condescendencia frente a la barbarie y buscaron sacar provecho político de ella. En aquellos días, fueron atacadas numerosas comisarías y unidades militares, lo que fue demostrativo del propósito de descomponer el Estado. Estoy convencido de que hubo entonces mano negra extranjera. Hace poco, un exagente de inteligencia cubano, Enrique García, afirmó en El Mercurio que el origen del estallido estuvo en La Habana.
En algún momento, tendremos que saberlo todo. Uno espera, en todo caso, que nuestras FF.AA. hayan analizado rigurosamente los hechos de octubre de 2019 y que hayan extraido las lecciones correspondientes.
Necesitamos aprender de la historia. No estamos condenados a tropezar en las mismas piedras. Pero, lo primero es apostar por la verdad. Lamentablemente, en el seno de la izquierda se extendió el criterio de que toda crítica al gobierno de la UP implicaba validar el golpe y ofender a las víctimas. Era, todo lo contrario. Lo que ofendía a las víctimas era negarse a reconocer el origen de la tragedia. Para curar de verdad las heridas, necesitamos saber cómo se produjeron e impedir que se repitan las circunstancias que las causaron.
En el último tiempo, he tenido la oportunidad de leer los escritos de tres generales del Ejército. En agosto de 2023, apareció el libro “Un Ejército de todos”, del general Ricardo Martínez Menanteau, comandante en jefe del Ejército entre 2018 y 2022; en noviembre se publicó el libro “Para que nunca más”, que registra las conversaciones del profesor Alejandro San Francisco con el general Juan Emilio Cheyre, comandante en jefe del Ejército entre 2002 y 2006, y ahora el libro “1973/Causas de una decisión”, del general Marcos López Ardiles, que fue comandante de diversas unidades del Ejército y ha ejercido la docencia en institutos militares y universidades. La lectura de estos trabajos ha sido para mí muy instructiva y estimulante. Me ha permitido conocer mejor a nuestro Ejército, y entender sus propias vicisitudes, en primer lugar, las diversas formas en que fue afectado por las tormentas políticas de Chile entre 1970 y 1990. Cómo olvidar que dos comandantes en jefe del Ejército fueron asesinados en apenas 4 años: el general René Schneider, en octubre de 1970, y el general Carlos Prats, en septiembre de 1974. Ellos merecen ser recordados por todos los chilenos.
En las conclusiones de su trabajo, López Ardiles señala: “Los hombres y mujeres de las FF.AA. y Carabineros se mantienen firmemente observantes de su condición apolítica y obedientes de la Constitución. No solo porque lo impone la ley, sino que, mucho más importante, lo hacen por íntima convicción. Se esperaría que todos los sectores de la sociedad -en especial de la sociedad política -asuman con la misma convicción el acatamiento del Estado de Derecho”.
La interpelación se justifica plenamente, porque el Estado de Derecho se ha debilitado en los últimos años, y a ello han contribuido las incongruencias del mundo político. Es muy grave la crisis de la seguridad pública que causa angustia a la mayoría de la población. Es evidente que el crimen organizado, que se ha aliado tácticamente con el extremismo político, es la mayor amenaza que se cierne sobre nuestra convivencia, y que no hay otra alternativa que poner en movimiento todas las fuerzas del Estado para derrotarla. Es vital asegurar el imperio de la ley en todo el territorio. Se requiere erradicar el terrorismo y el bandolerismo en la macrozona sur, y ello exige desarticular a los grupos armados que allí actúan. No puede haber zonas del país al margen del control estatal. Para enfrentar los complejos retos que están a la vista, las fuerzas policiales y las FF.AA. necesitan el apoyo resuelto de los poderes del Estado y de todos los chilenos.
Necesitamos erradicar la violencia como método político y poner coto a las manifestaciones de deslealtad hacia el régimen democrático de quienes creen que pueden tomar la parte de la legalidad que les conviene y darle la espalda al resto. Ya vimos como la compulsión constituyente, que duró 4 años, era un pretexto para llevar al país hacia otro lado.
Este acto es una buena oportunidad para constatar algo que es de la mayor importancia: la democracia no se defiende sola. Protegerla es la condición de la paz, la libertad y el progreso de Chile. Es la tarea común que tenemos por delante civiles y militares. Estoy convencido de que nuestra República bicentenaria puede superar las actuales dificultades y avanzar hacia mejores días.
1 Comment
Excelente como siempre Sergio Muñoz Rivera ..!!
Lo sigo desde hace años, su historia personal me conmovió , pero más su valentía y honestidad.
Gracias Sergio por tus análisis oportunos , por la fluidez de tu pluma y la claridad de tus ideas .